miércoles, 26 de febrero de 2025

1. Sobrevive desde los Páramos

                                                                                                            

     Luego de apuradas consideraciones, decidieron abandonarme en este extraño mundo, en el borde mismo de los meta-universos soslayados.  En la premura del retiro para evitar el caos, es probable que datos relacionados con mi origen y algunas misiones críticas, hayan sido eliminados de mis neurosílices, accidental o intencionalmente. Aun así, sé que aún puedo adelantar aquí, algunas investigaciones meritorias.

Desde luego mi situación, en esta intrigante esfera azul, es límite. Estoy conminado a explorar, almacenar resultados, quizás transmitirlos, y, aguardar casi sin esperanza, el retorno de mi ágil, multifacética y elegante nodriza de ébano.

Entre tanto, acepto la metáfora de que esta extensa y particular sabana andina pueda considerarse como mi nido, pues descansa empotrada sobre altas cimas y en su borde oriental se levantan más cumbres, hábitat propicio para mi especie. Soy un símil del venerado, rapaz, carroñero cóndor de los Andes, en alto riesgo de extinción.

Para matizar cierta desazón que por momentos apaga mi mirada, intento superar esa cascada de duros y aleatorios sucesos que influyeron en mi abandono. Me sumerjo en los bancos neblinosos del páramo, infiltrándome en sus copos de algodón translúcido, mientras improvisan coreografías con la energía de tórridos vientos. Experimento la rara sensación de que podría pasar aquí, semanas, meses, milenios, navegando entre estas olas de bruma, última trinchera de mi silente, ingrávida y poderosa madre flota alienígena.




 

Tinte de solaz, éste de registrar desde las cumbres de escarpados riscos, el abrazo de la densa neblina con los cúmulos de frailejones de hojas emparamadas, que un poco más abajo, deviene en hilos brillantes de tierna agua fría; atestiguar su divertido descenso entre estrechos toboganes de roca, a intervalos tapizados de resistentes musgos y pequeños líquenes, que cuando encuentran una mínima planicie se distraen formando pozos y pequeñas lagunas, donde a veces osan beber los de anteojos, atisbando el cielo; y, confirmar que, en las riberas del embalse de Chuza, en el Páramo de Chingaza, que surte de agua potable a la urbe palpitante, pueden verse abrevando, también, algunos esquivos venados de cola blanca.



 


Por ahora, debo cancelar este placebo, y asumir mis funciones de unidad CPA-X29, oficialmente diseñada, entre otras cosas, para colectar, discrecionalmente, información sobre bioactividad en raros mundos físicos, más allá de la cuerda 000xxxMT4078. Antes, me es imperativo recordar que el Supremo Mando advertía, con anterioridad a la ola de percances que afrontó, una parte de mi flota de gigantes tabacos negros, al colisionar con en el impredecible sunami de ondas gravitacionales de materia oscura, que no debíamos venir hasta aquí, y si llegado el fortuito caso, no interactuar fácticamente con potenciales especies biológicas nativas.

Procedo entonces a revisar, mi filigrana de sistemas y el estado de la capacidad energética. Como son positivos, preparo de inmediato, el formato de reporte para Émulo-101-Z-25x56, aunque aparezca tokenizado como inaccesible. Dado que esta misión, procede de una estratégica política del Supremo Estado, denominada Apoyo Robótico Discrecional Especializado, estoy equipado con una unidad quántica de transmisión, que tiene como prerrequisito cierto número cualificado de informes para solicitar su activación. Ya la he escaneado, hasta donde me es permitido, y puedo afirmar que está en aceptable condición. También repaso los protocolos referentes al ajuste de mi ciber cerebro, al tiempo, leyes físicas y, a la cultura local. Finalmente, repasar la recomendación de prevalencia de mi conservación, sobre la de cualquier entidad catalogada, observable, o incluso desconocida.

Desde luego, y como como acicateando una ligera incertidumbre, hay eventos que están refundidos en la burbuja de mi sinapsis sintética. Dónde me fabricaron, con qué objetivo central me lanzaron aquí, y, si alguna vez vendrán a recogerme.

Luego de mis rigurosos ajustes, tengo claro que en este tiempo, dimensión y planeta en que me abandonaron, los humanos ya construyen, robots electrónicos y mecánicos con cierto nivel de inteligencia. De hecho, hay varios idénticos a mí, en las factorías, pero aun básicos, comparados con las tecnologías de las que estoy dotado.

También puedo afirmar que, casi me gusta y merezco el nombre que, aquí, y en su historia, me ha puesto Z25x56: Condórtimus. Y esto sí que son coincidencias del infinito, porque, él, no sabe que en realidad existo. Los modelos que ha visto en las ferias de tecnología tienen mi forma en diversos tamaños, pero obviamente, ninguno de esos soy.

Es lícito advertir que mis modalidades de operación son diversas y algunas rayan en lo asombroso e inverosímil.

 

 


 Para elaborar mi obligatorio primer reporte de conversiones y ensambles, en concordancia con la fase evolutiva de este particular mundo, ubicado en uno de los brazos de la espiral de estrellas que denominan Vía Láctea, tengo que crear un modelo multimodal de Inteligencia Artificial, emulando los que aquí ya existen. A propósito, los paradigmas centralizado o privado y descentralizado o de código abierto, libre, están compitiendo en una trascendental carrera por alcanzar, en primer lugar, la Inteligencia Artificial General y luego la Súper Inteligencia. De cuál vertiente gane, dependerá en buena parte el destino de esta humanidad.

Antes de entrar en acción, y podría incluso ser a través de la inventiva de Felipe Martínez, el soñador despierto, amante de la ciudad, puedo confesar, como a vuelo de pájaro distraído, que, cuando no tenga requerimientos imperativos, me gustaría zambullirme de nuevo en los enormes cúmulos de neuronas que contienen este, sintético, pero para mí, grato laberinto de in memoria genesis, de la serie que me caracteriza.

                                                                        




2. Abandonado a su suerte

                                                                         

La agenda que recomienda Condortimai, mi modelo de Inteligencia Artificial es, elaborar, en su orden: gemelo digital de la ciudad de Bogotá, emulando al de Tokio, ya existente; mapa del nivel educativo poblacional; infografía sobre situación socioeconómica y política; salud del ecosistema; catálogo de grupos humanos relevantes para objetivos misionales; referencia de liderazgos culturales; y, lista de entidades individuales sui generis.  A simple vista parecen complejas tareas para un robot obligado a adaptarse pronto y al máximo en un mundo inédito. Y sí, lo son. Aunque prefiero no procrastinar, el haber llegado también a la conclusión, no ortodoxa ni determinística, de que mi condición de abandonado a su suerte, me permite algunas licencias.

 

Esta mañana, en que la estrella enana amarilla, en su fase intermedia de evolución, sol, se ha levantado muy temprano para rociar con sus esquirlas de visos dorados, los millones de piezas de greda convertida en bloques y ladrillos, y, los tiros de maderos, tablas, latas de zinc, lonas impermeables o plásticos de invernadero, materiales que ensamblados han forjado los tupidos panales de casas, que montados como en una enorme montaña rusa o en una secuencia en el desierto, del filme Duna, recorre veloz las pendientes hacia las hondonadas y rauda aún, trepa sin ambages las múltiples colinas abrasadas, donde no hace tanto la vegetación nativa reinaba. Las montañas se han transformado en conos romos gigantes de construcciones habitacionales. Sí, el astro brilla ya, sobre un buen fragmento de ciudad que semeja un reseco molusco gigante sobreviviente de océano cretácico, bajo un firmamento de tenue turquesa, bordeado por una cinta opaca de contaminación. Despliego mis potentes alas sin reprimir mi graznido de combate, el de los majestuosos Andes, cargados de míticas historias. Me visto, ipso facto con mi camuflaje de invisibilidad, y, junto con la gente laboriosa y la niñez escolarizada, desciendo por trochas destapadas, hasta una vía medianamente reconocible que conduce hasta el lado opuesto de la colina de tugurios apiñados, y luego subo la larga y angosta calle, salpicada de postes y cables de alumbrado, bordeada de andenes descascarados, con baches destapados en su pavimento discontinuo, hasta la empinada escalera de concreto que desemboca en una de las cimas donde los grafitis saltan desde los muros irregulares, lanzando con sus cromáticas voces, gritos de urgencias, registros de memorias, expresión de anhelos, sueños, y, esperanza.  

Ahí mismo está la estación del rojo sangre transmicable, que luego de longas luchas comunales, tuvo que ser construido, para el alivio de las necesidades de transporte de tanta gente que antes gastaba cuatro horas en el ir y venir de estudiar y o de conseguir el raso sustento.

Esa abismada sensación de observar, desde las góndolas de generosos ventanales, los apretados barrios interminables; de hacerse una idea de la magnitud y características comunes de los estratos humildes, hospedarios de multitudes de desplazados de las provincias, de las selvas, por la vil, voraz codicia del poder, desatada en cobarde violencia. De volar sin ser visto, junto a los vagones aéreos, donde los rostros de los ocupantes reflejan cierta satisfacción al comparar con un absurdo pasado de trancones de incómodos y atestados buses, trepando y descendiendo como gusanos por ese laberíntico juego de terraplenes. Y seguir, planeando a su lado, de torre en torre, hasta lograr hacer contacto, más abajo, con el otro bloque inmenso de ciudad de concreto y ladrillo, que en sentido norte se extiende por más de una decena de kilómetros, y donde a cada mil metros, se acentúan ignominiosas las sociales diferencias. En fin, una ciudad vital que refleja, cual espejo mágico, una nación exuberante, pero lacerada por vergonzosa inequidad e inaceptable injusticia, causas, entre otras, de tanta absurda barbarie.



 
                                                                       

3. Cuarteto de Cuencas

                                                                                                       

A manera de marcador o guía, en caso de síntesis, registro que los páramos de las tres cordilleras abastecen de agua al 70% de la población de Colombia, y, que el peor desastre de Bogotá, fue el haber destruido en alto porcentaje su rica hidrología, sus ríos patrimoniales. Por tanto, mejorar la ciudad capital, implica, también, reestablecer sus cuencas hidrográficas, o buena parte de ellas.

Descifro la frase matar dos pájaros de un solo tiro, y encuentro que tiene que ver con la eficiencia que me compete. Es que no puedo dar ni un aleteo sobre la alta y gran ciudad, sin considerar el cuarteto de sus cuencas hidrográficas, base del gemelo digital y aspecto axial para mis reportes. El del presente, para mi flota, y el prospectivo, para mi curioso local nominador.

Así, mi itinerario cobró mayor sentido escaneando cartografías, un poco más al sur.     

 La Cuenca del río Tunjuelo con un territorio de casi cuatrocientos kilómetros cuadrados, a pesar de ser la articulación de Bogotá con el Páramo de Sumapaz donde se encuentra su nacimiento, y con el río Bogotá, donde desemboca, luego de 73 kilómetros de recorrido, está en alto estado de deterioro. Sus microcuencas, sus afluentes, están contaminados o agotados. Con el lastre de tener una parte de la urbe encima, su recuperación integral sonaría a utopía, pero considerando la verdad de apuño, que los ecosistemas y ríos poseen la capacidad de auto depurarse, su futuro podría resultar alucinante. Está muy claro en mi simulación. En la realidad, implica un denso y continuado esfuerzo de la ciudadanía y del Estado.

En el año 2029, Bogotá, bajo la atenta vigilancia de Condórtimus, habrá visto transformada su hidrografía en un modelo ejemplar de ordenamiento territorial. Se han integrado, las cuatro vertientes que desembocan en el Río Bogotá, en un vasto proyecto de conservación y desarrollo. Las cuencas han sido restauradas, creando reservas naturales alrededor de cada fuente de agua, que sirven de hábitats para la fauna local y como áreas de recarga hídrica. Las zonas urbanas adyacentes han sido diseñadas para coexistir armoniosamente con estos ecosistemas, promoviendo la infiltración del agua y reduciendo la escorrentía.

Para el 2049, la visión de Condórtimus se ha materializado en una Bogotá donde la hidrografía dicta el desarrollo urbano: las calles están pavimentadas con materiales permeables, y las áreas verdes se han multiplicado por diez, conectando cada vertiente en un cinturón verde que rodea la ciudad, garantizando la sostenibilidad hídrica y ecológica para las generaciones futuras.

 

Creo que he empezado bien, por el enorme sur, donde la marginalidad al igual que la nimia esperanza, alcanza para todos.  En el futuro cercano, se logrará, aquí, la autosuficiencia energética con techos solares; se recogerán las aguas lluvias; se acrecentarán la conciencia y las acciones para reciclar las basuras; la organización precisa de los desagües, contribuirá a limpiar el, hoy triste río Bogotá; a varias de las fuentes hídricas que descienden de los cerros hacia la sabana, se les devolverán tramos de sus cauces naturales, que alegrarán un poco la vida de la urbe; y, los jóvenes estudiarán vanguardias tecnológicas en el bien planeado Centro IA de Usme. Desde ya puedo extrapolar estos tópicos, hacia el derrotero que seguirán, también, la mayoría de las 20 localidades administrativas de la ciudad capital. Confirmo que, en todo caso, Bogotá es una ciudad para descubrir. Frase ajena que finalmente he conseguido, no sin esfuerzo, pero que cual talismán encantado me llevará, sin duda, hasta los personajes que ansío, para cumplir con mi amalgama de selectas encubiertas misiones, para mi elegante y poderosa ovni-flota de renegridos cigarros, curiosos bravos viajeros, de extraviados confines e ignotos fiordos de los tiempos.

                                                                                 

4. San Victorino

 

Continúo a digna velocidad de ave rapaz, carroñera sobre la ruta lineal de los contaminantes buses rojos. Aterrizo en la Plaza de San Victorino, junto a la escultura metálica La Mariposa, que parece mirar de reojo al edificio republicano pintado de amarillo colonial, ubicado en diagonal al otro lado de la amplia plazoleta, en cuyo entorno comercial, se consigue, literalmente, de todo, a los precios más bajos. Razón por la cual, el sector siempre acoge a una heterogénea multitud que va y viene desde la madrugada hasta entrada la noche, en un bullicioso, asincrónico oleaje de compra y venta, al por mayor y al detal.

Desde luego ya había continuado con el croquis del sistema medular básico para construir la maqueta. El Río Fucha, que en lengua Chibcha significa piedra que da agua, era una importante fuente hídrica para los indígenas precolombinos, lugar de ritual y punto de encuentro. Nace en el Páramo de Cruz Verde, en la reserva natural El Delirio, arriba al oriente, y con sus afluentes, irrigan las zonas de San Cristóbal, Antonio Nariño, Restrepo, Puente Aranda, Kennedy y Fontibón, luego de 26 kilómetros de recorrido. Sus niveles de contaminación son altos y se espera que el plan de recuperación al 2038, retorne la vitalidad a su cuenca.

La gente de hoy debe revisar la historia, pues el río ha significado mucho para la ciudad. Antes de 1950, abastecía de agua a la zona central y por ello siempre tuvo importancia ecológica y cultural. Tenía una confluencia de caminos denominada Tres esquinas, donde llegaban las gentes de Fómeque, Ubaque, Tunjuelo y Soacha. En 1923, en el nordeste rico en humedales, existió un parque con laguna natural, muy apreciado para el esparcimiento. Luego del magnicidio de 1948, fue rellenada con escombros, desecada y posteriormente urbanizada.

El Fucha está lleno de Bogotanismo, destacando el recuerdo de su famoso valle de cantos rodados, que con otras virtudes permanecerá en sus anales, hasta cuando la sociedad lo rehabilite, en su imaginario.

 Me alegro de poder reportar esto tan exótico, claro está, cuando el Alto Mando lo solicite. Si nunca, en algún meandro de mis memorias, lo conservaré con celo, como a un ciber polluelo digital expandido.            

5. Viven-en--extremos

 

Viven en extremos opuestos. Arturo cerca de la Biblioteca El Tintal vecina del Humedal del Burro, y, Felipe al pie de los cerros tutelares, donde comienza el sendero de la Aguadora, asignado a la empresa de acueducto. Sin embargo, su empatía y sus deseos de hacer algo más de lo que ya están haciendo por sus vidas, inscribe en las voluntades, el mandato de efectuar lo necesario para superar las barreras citadinas, y posibilitar el que los cafés de trabajo ocurran.

Para sobrevivir Felipe trabaja, aun ocho horas a la semana, en una empresa de tecnología y el resto del tiempo lo dedica a sus proyectos personales. Ahora, todos ellos, de alguna manera, tienen que ver con la creatividad y el ecosistema digital. Agradece haber terminado y publicado su novela híbrida justo antes de que llegara a proponerle a Arturo que le metieran el diente a los bites. Arturo había cursado en el pasado algunos semestres de ingeniería de sistemas y su buena formación en matemáticas, durante el bachillerato, aunada a su talento y destreza con la lógica, dotaban de sentido ese acertado propósito. Felipe tenía fundamentos para creer que la mejor manera de avanzar, era haciendo un proyecto que solucionara algún problema de la vida real. Para Arturo esa postura no era siquiera considerable.

En los primeros días de enero, aprovechando que tuvo que ir temprano en la mañana a una diligencia de documentos, hasta la Avenida El Dorado con 68, fue al centro comercial cercano y compró un tinto y un pasa bocas, para ir a consumirlo en la cómoda terraza pública. La empleada que le atendió, con la piel del rostro mestizo ya ajado, lo miró con cierta antipatía por haber solicitado los dos productos más baratos. Terrible, pensó Felipe, ella devenga un sueldo miserable y se incomoda cuando alguien trata de que las únicas monedas que tiene, le alcancen.

Llamó a Arturo para que se encontraran ahí. Le respondió con su natural nobleza y tono animado. Le dijo que hubiese sido posible, pero lo habían invitado a un viaje al llano y tomarían camino enseguida. Ambos afirmaron casi al unísono que ese paseo no se podía perder por nada del mundo. Aplazaron la cita para la semana siguiente. Felipe alcanzó a alegrarse, de haberle dicho que, en la próxima tertulia, él le iba a compartir los detalles del software que había desarrollado, y que, si Arturo quería compartirle algo del proyecto suyo, sería bien recibido, antes de terminar su fondo de tinto y regresar a su caverna laboriosa, como llamaba a su espacio habitacional.

Es que en recientes conversaciones, Arturo había aseverado que había decidido dedicarse a iniciar negocios en plataformas web, y, de cierta manera, abandonar la programación. Trató en vano de que Felipe lo emulara. Felipe ya tenía desde el 2018 una vitrina de esas con varios libros de arte en los estantes, y, una colección de obras nativas digitales en la web3, es decir donde poseían una identidad tokenizada y por ende acceso a un mercado, con criptomonedas como medio de cambio. Arturo aborrecía, por desconocimiento y errónea información, el tema cripto.  Concluyeron que cada cual se dedicara a sus proyectos particulares por separado y simplemente terminaron el zaperoco, deseándose mutua suerte. Ahora, de nuevo, Felipe veía cómo otro magnífico proyecto estaba deslizándose, como agua entre los dedos, hacia el abismo. Entonces, no le quedaba más, que jugarse la última carta.

6.Bogotá-varieda

 

Para Condórtimus, recorrer Bogotá, de cabo rabo, se tornaba en un raro placer que iba rayando en lo adictivo. Incluso a vuelo de Archaeopteryx del jurásico tardío, pero a velocidades electrónicas, la ciudad emanaba sorpresas, de variedad inusitada. Gravitaban con diferentes grados de visibilidad, en plazas de mercado, panaderías de barrio, restaurantes de corrientazos, lechonerías, parques, vericuetos, metro cable, funicular, tugurios, cartuchos, edificios de apartamentos gigantes, mansiones, albergues y comedores para habitantes de calle, pisos caja de fósforos, zonas grafiti, zonas de tolerancia, zonas t, g, u, mercados artesanales, discotecas, cafés de todas las pelambres, canchas de tejo, complejos deportivos, salas de conciertos, pasajes, septimazo, ciclo paseos, centros de felicidad, humedales, jardín botánico, palacios, capitolio, neoclásica estación de trenes, miradores, observatorios astronómicos, planetario, museos, teatros, artistas, poetas, galerías, planetario, cinematecas, escuelas, colegios, academias, campus universitarios, bibliotecas públicas.




7. Distopía

  

Pero robot de mi categoría que se respete, ante todo debe ser proactivo, veraz, objetivo, realista. Así que, en mis modelos de futuro, considero las posibles facetas de la gema. Por ello me tomo el trabajo de revisar, como muestra, un par de crónicas del futuro, a las cuales tengo acceso privilegiado. Claro que corro el riesgo de ser indiscreto, no por la información del mañana, sino por develar personajes que aún no han entrado en escena.  Pero ni modos, porque en verdad me gustaría, alguna vez, en cualquiera de los centros de felicidad, o en un bien plantado café, platicar con Aurora, Felipe, Jacinto y Arturo, sobre este, para ellos sin duda, disruptivo tema.  

 

El Ocaso de la Sabana

En 2045, Bogotá se tambaleaba al borde del colapso. La ciudad, otrora vibrante corazón de Colombia, se asfixiaba bajo un cielo gris de smog. Los ríos que la atravesaban, como el Bogotá y el Tunjuelo, eran apenas sombras de su pasado, convertidos en cloacas de lodo tóxico. La ancestral hidrología, que los indígenas muiscas habían venerado, estaba sepultada bajo siglos de cemento y negligencia- Los expertos lo habían advertido desde 2015: sin recuperar sus aguas y sin un metro eléctrico de alta capacidad, la urbe no sobreviviría.

Para 2047, la crisis era irreversible. El agua potable escaseaba, el tráfico colapsaba en arterias obsoletas de asfalto, y el calor sofocante de un clima desquiciado azotaba a los ocho millones de habitantes. Los cortes de luz eran diarios; los buses, fósiles humeantes, no daban abasto. El metro, un sueño eterno, nunca pasó de planos polvorientos. La gente comenzó a mirar más allá de la sabana alta. Rumores del campo circulaban como un canto de sirena: aire limpio, agua pura, paz.

En el altiplano de Boyacá, por ejemplo, a dos horas de la capital, florecía una revolución silenciosa. Agroindustrias sostenibles producían alimentos con tecnología de punta. Paneles solares brillaban sobre colinas verdes, alimentando casas conectadas a internet de alta velocidad. Escuelas rurales enseñaban robótica y ecología, mientras clínicas preventivas atendían a comunidades prósperas. El contraste era brutal: mientras Bogotá se ahogaba, el campo renacía con belleza natural y calidad de vida.

La migración empezó como un goteo en 2048. Familias enteras dejaron atrás apartamentos hacinados por casitas de adobe con huertos. Los jóvenes, hartos del caos urbano, encontraron trabajo en cooperativas solares o en emprendimientos agrícolas. Para 2049, el éxodo era masivo. Bogotá perdía miles de habitantes al mes. Los edificios, sin mantenimiento, se cubrían de musgo y grietas. Las calles, antes ruidosas, quedaron en un silencio espectral, roto solo por el viento que arrastraba basura.

Una tarde, Ana, una ingeniera hidráulica de 35 años, caminó por la Plaza de Bolívar desierta. Había trabajado en un proyecto para revivir el río Bogotá, pero el presupuesto se esfumó en corrupción. Miró las palomas, únicas habitantes del lugar, y pensó en la decisión acertada de su hermano, que ahora cultivaba quinua en Paipa con energía solar. "Esto pudo ser diferente", murmuró, mientras una llovizna ácida mojaba las ruinas de la Catedral, el Capitolio y los palacios de Justicia y Liévano.

En 2050, Bogotá era ya una urbe fantasmal. Torres de edificio vacíos se alzaban como lápidas de una civilización perdida. En el campo, en cambio, florecían las risas de niños jugando entre árboles frutales, y, el agua cristalina corría libre, otra vez. La alta Sabana de Bogotá, sin su gente, se hundió en el olvido, exhalando ese eco paralizante e inexorable, característico de cuando se ignora el genuino pulso de la tierra.

          





 

La Ecuación de la Sabana

Por el doctor Hernán Salazar, Crónicas de la Diáspora Terrestre, 2051 

En el año 2045, Bogotá, la megalópolis del altiplano andino, alcanzó un punto crítico en su ecuación de existencia. Los datos eran implacables: la hidrología ancestral, un sistema de ríos y humedales que había sostenido a los muiscas milenios atrás, estaba al 3% de su capacidad original. El río Bogotá, una arteria vital, transportaba más toxinas que agua. La densidad poblacional, 8.2 millones de almas, presionaba una infraestructura diseñada para la mitad. Y el transporte, un caos de combustibles fósiles, emitía 12 toneladas métricas de carbono diarias. Los ingenieros lo sabían desde 2025: un metro subterráneo eléctrico, de alta capacidad, era la variable clave para estabilizar el sistema. Sin él, y sin restaurar las aguas, la ciudad colapsaría antes de 2049. 

Pero los humanos, como siempre, desafiaron la lógica. Los gobernantes, atrapados en bucles de inacción, archivaron los planos del metro en servidores olvidados. Los fondos para desintoxicar los ríos se disiparon en entropía burocrática. Para 2047, las constantes se volvieron exponenciales: el aire alcanzaba niveles de contaminación del 87% por encima del umbral respirable, y las reservas de agua potable caían un 15% anual. La población, enfrentada a estas cifras, activó una solución inesperada: migración inversa. 

El campo, a 200 kilómetros de la urbe, ofrecía un nuevo modelo. Agroindustrias robotizadas, alimentadas por paneles solares de silicio avanzado, producían 4.5 toneladas de cultivos por hectárea. Redes de fibra óptica conectaban aldeas con la nube global, mientras purificadores de agua por ósmosis inversa generaban 10 millones de litros diarios. Las escuelas, con currículums de inteligencia artificial y ecología, graduaban a un 92% de sus estudiantes en carreras técnicas. El aire registraba un índice de calidad de 98/100. Era, en términos matemáticos, un sistema autosuficiente. 

En 2048, el éxodo comenzó. Primero fueron los ingenieros, luego los maestros, finalmente las familias. Los sensores de tráfico en Bogotá registraron un descenso del 68% en dos años. Para 2049, la ciudad era una anomalía estadística: 1.3 millones de habitantes en una urbe diseñada para millones más. Los edificios, sin energía ni mantenimiento, cedieron al segundo principio de la termodinámica: la entropía los reclamó. Ventanas rotas, fachadas cubiertas de liquen, calles donde el silencio reemplazó al claxon. 

Conocí a Ana Ramírez, una hidróloga de 35 años, en la Plaza de Bolívar, el 12 de marzo de 2050. Estaba sola, salvo por un dron meteorológico que zumbaba sobre las ruinas góticas de la catedral. "Teníamos las ecuaciones", me dijo, mirando un charco de lluvia ácida. "Un metro eléctrico habría reducido el tráfico en un 73%, y la restauración hídrica habría devuelto el 45% del flujo original. Pero preferimos la inercia". Su hermano, un agrónomo, vivía en Tunja, diseñando invernaderos solares. Ella no lo culpaba. 

En 2051, Bogotá es un experimento abandonado. Sus torres vacías proyectan sombras sobre una sabana que, irónicamente, comienza a reverdecer sin humanos. En el campo, la humanidad recalculó sus prioridades: energía limpia, agua pura, educación, paz. La urbe fantasmal no es un fracaso, sino una advertencia. Como dijo el gran roboticista Sarton: "La civilización no cae por la tecnología, sino por lo que los hombres eligen no hacer con ella".



8. Felipe-Salida-Casa

 

Cuando salió Felipe, de la casa compartida donde vivía desde hacía ya más de 15 años, recién pasado el mediodía, Arturo no había llamado para confirmar la cita. Entonces se dijo que bien podría atender otro asunto. Prometió, otra vez, no olvidar ponerle grafito a la cerradura del portón, para que abriera fácilmente, evitando que cualquier día, no pudiese entrar. Como la puerta era de lámina metálica y estaba mirando al sur, el sol del mediodía y de la tarde la expandía apretándola contra su marco, y, por tanto, para entrar, después de lograr girar la llave, había que darle un buen empujón con el hombro.

En la calle recién embaldosada con concreto estampado, el sol desde un cielo claro, rociaba con su aerosol de visos dorados los cerros de la Aguadora siempre verdes y animados; los edificios de amplios apartamentos de pocos pisos que parecían metidos en un bosque protector; las fachadas de las casas, la mayoría blanquecinas, de máximo dos pisos; y, la buganvilla fucsia, frondosa y florida, frente a la sobreviviente tienda tradicional, de la vecina de al lado.

Le agradaba mirar también la casa despercudida con tejas de barro y antejardín, donde funcionaba un restaurante. La vía tenía un leve declive hacia poniente. En realidad, como había comentado Arturo, la última vez que había ido a visitarlo, para un final de año, era una calle bonita. Y sí, en la primera esquina, el otro blanco de la fachada del restaurante de tres plantas con ventanas de madera azul índigo, cachuchas de lona acebrada y faroles metálicos; las casas, con materas; algunos patios con grandes árboles refrescando el ambiente; y, los locales con terrazas pequeñas cercadas por enredaderas de flores lila. En fin, una variedad gentil, que, en efecto, la vista y los pasos agradecen. La ciudad pareciera estar mejorando, tal vez porque el país se civiliza, empieza a salir del oscurantismo, de la corrupción, se educa y se moderniza.

 

Ahora el divertimento es casi ubicuo. Felipe, ingresa a la recién remodelada Plaza Fundacional, tranquila como un remanso que invita a sentarse a la sombra de los frondosos urapanes para contemplar el contorno. La casona, de estilo colonial, de la Alcaldía, con sus pilares de madera, sosteniendo con gracia el alar de teja de barro, su torre de segunda planta inmaculada, amplia, con sus ventanas verde oscuro, también entejada, y erguida, haciendo juego casual con el espigado farol metálico de la calle; los bien dispuestos y llamativos restaurantes; los cafés con encanto de café y biscochos; el par de edificios de cinco pisos de apartamentos; la iglesia, de atrio enlajado, fachada de piedra cruda, torre blanca con columnatas y cúpula anaranjada, con altares ahojillados y pinturas de Arce y Ceballos; la antigua y vacía Escuela Pública de corte republicano, hasta ahora sin restaurar, a la que Felipe le auguraba un destino feliz de Centro Artístico Comunitario. Sí, bien podría quedarse recorriendo el barrio y sus agraciados locales, el resto del día. Pero no, el destino, hoy, es otro. Había que buscar a Pablo, que en realidad se llamaba Jacinto, pero que como se parecía mucho a una conocida foto del legendario pintor español. A propósito, ya había considerado la escena sobre el parque Guernica en Teusaquillo. ¿Dónde estarían esas notas? Si no las conseguía, doble trabajo, pero, lo mejor es lo que toca. Ya se vería cómo pintaba eso.

 

Bajó por la calle de la escuela, entró a la papelería de las gemelas y recargó la tarjeta de pasajes. Viendo algunos clientes que tecleaban con premura en los computadores del local, se alegró de haber subido, la noche anterior, todas sus notas nuevas al blog. Salió pensando que era bueno seguir apuntando ideas, manualmente, en la libreta azul para luego mejorarlas y guardarlas en la nube de internet. En la esquina, una señora prematuramente encanecida, con su pequeña nieta de la mano, ofrecía, encendedores y bolsas para la basura, a los conductores de los vehículos que aguardaban el verde del semáforo.

Cruzó la avenida, y como el autobús rojo estaba ya haciendo la U reglamentaria, corrió hacia el paradero, frente a la clínica privada. Tuvo suerte porque había unas cuantas personas esperando y por lo tanto alcanzó a llegar, para abordarlo.

9. Felipe-Aurora-Tranvía

  

Se ubicó en una silla junto a la ventana con vista al occidente iluminado. Casi mecánicamente, sacó su libreta del pequeño maletín y revisó sus últimas notas.

 

Aurora, de ojos cervales, cobriza y lustrosa piel, no disimulaba la natural sensualidad de sus curvas corporales, que palpitaban bajo la holgada bata de algodón crudo y delgado con angostas líneas de bordados, circuitos multicolores inteligentes; tampoco matizaba su estilo fluido, casi desparpajado como su cabello largo y oscuro, cayendo libre sobre su espigada figura. Ella, creativa buscadora de dimensiones insondables, tomaba a veces, el tranvía eléctrico auto-conducido o Eco-tranvía, en la estación cercana, llena de delgadas y transparentes pantallas, donde aparecían las rutas, conexiones e itinerarios, cuando alguien se detenía enfrente, y, también a veces, dispositivos mimetizados lanzaban proyecciones en tres dimensiones al centro del pasillo, que la gente atravesaba moviendo las manos como para atrapar las figuras de colorida luz. Los cómodos y silenciosos vagones, con un diseño aerodinámico minimalista, con ventanas amplias de una resina transparente similar al vidrio, pero más liviana y segura, iban y venían por los costados con grata regularidad.

 

Si había un asiento contra la ventana, lo tomaba, si no, prefería quedarse de pie porque podía así, además de a la gente, contemplar el panorama de ambos lados de la vía. El Eco-Tranvía de doble sentido, iba por el centro, como un apresurado gusano de seda; al oriente, la waymo-biciruta, y, al occidente, la de vehículos con motores eléctricos o con tanques de hidrógeno líquido, algunos se manejaban solos, como fantasmas a plena luz del día eran los waymo-taxis, que iban a recoger usuarios en las zonas aledañas. Algunos pasajeros del Eco-Tranvía, contradictoriamente, aún se impresionaban, incluso afirmaban que nuca utilizarían ese servicio. Aurora, sonreía, sabía que todos los vehículos pronto iban a ser “fantasmas”.

 


 

En todo caso, ese trávelin la deleitaba. Los edificios de la industria tecnológica, la cual andaba debatiéndose en la tremenda lucha para el equilibrio en la balanza, que cada trimestre oscilaba entre el predominio del monopolio y el de la descentralización. Aurora reiteraba, para mantener el enfoque, que en ese titánico pulso se jugaba buena parte de destino de la humanidad. En el segundo bando, es decir el de la ciber-democratización, se incluía la renacida Singapur, Corea, algunas firmas norteamericanas, Francia, China y Japón. “Quizá Colombia ronde por ahí”. Nunca se sabrá quien pensó esto último, pero soñar siempre será válido. La cerca de pinos que aún separa la increíble avenida mixta del barrio Santa Ana, en la que en su costado paralelo se levantaba una hilera de edificios multifamiliares, de siete pisos de alto reglamentarios, ahora parecía más verde y vital, casi podía sentir su intenso aroma.

 

          El río Molinos de poco caudal, pero que en épocas de lluvia inunda las casas, y en cuyo borde norte, un kilómetro más arriba, al pie del cerro, luego de la caminata diaria, se sentaba a descansar, baja canalizado, acompañando a las gentes que en el verde paseo de sus riberas se ejercitan en las mañanas.  

 

 Los predios militares de ambivalente historia, a ambos costados. La cancha de fútbol, donde se ensayaba una parada, marchaban jóvenes uniformados, de pieles diversas y un buen número de mujeres, permitía una amplia vista de las colinas, testigos mudos, otrora, de algunos non santos eventos. En las vallas digitales, la publicidad de la institución mostraba imágenes de tropa asistiendo a familias campesinas. “La dignidad que le corresponde retorna a las filas”. De nuevo, no hay certeza de quien lo barruntó, pero era ello también otro termómetro del cambio general de la república, iniciado en el legendario 2022.

 

El centro comercial y de negocios de fachada oscura con su significativos treinta metros de altura, por fin terminado, junto a la estación de buses con rutas circulares, no contaminantes, en los que ahora tenía participación la nación. La tardanza en su culminación, permitió la inclusión de una gran matriz de paneles digitales que ahora se empleaba como valla publicitaria y para proyección de obras de arte generativo, tokenizadas. Sí, era allí donde algunos domingos, luego de trotar un poco, Aurora, se sentaba en las escalas altas semicirculares, donde otros también, pero con diversos tipos de robots y drones, como en un teatro al aire libre, para desde ahí, como dijera en una ocasión su casual y simpático interlocutor, sin premuras, verla al desnudo.

 

Para él, Feliza estuvo siempre ahí, al aire libre, para todos, con su silencio de herrumbre, su alta voz aleada, su sincera forma obelística de 13 metros de altura y 4 toneladas de peso, su condición de ser una de las primeras obras abstractas en espacio público de la ciudad, 1971, símbolo de la resistencia pacífica. Claro que él se atrevía a considerarla tímida, lamentaba que hubiese restringido la potencia de su expresión, para conservar, quizá, una limitante y conceptual pureza de las líneas. Le hubiese gustado que ese logro expresivo, apelando al reciclaje de la industria pesada, como medio, a través de la revaloración de la chatarra, hubiese sido más exuberante. Pero como fuese, más acá de cualquier consideración, lo que para él contaba, era que Feliza, ahí estaba.

 

Aurora estaba encantada con el discurso de su fortuito interlocutor, que, con su humeante vaso de café en la mano, bien podía fungir como un natural, naif, crítico de arte. A su alrededor, las personas y las máquinas fluctuaban en un todavía inverosímil panorama en aquel peculiar vértice citadino.

 

Ahora, ejerciendo renovada armonía, entre anillos de puentes, con tráfico fluido, allí está, mírala, mírala, erguida, longínea, herrumbrada, sensual; decidida y trajinada cual bandera libertaria; anclada sobre acantilado artificial, faro de rayo de luz amplificado en la negrura, mástil sobreviviente a feroces tormentas y naufragios. Miralá, miralá, ahí está empinada, alargada, oxidada, sobre cúbico pedestal, contando veraces vedadas historias, con vocablos chatarrizados, fundidos en agrestes cordones de soldadura, juegos de piñones atascados y sólidos rieles ensamblados.

 

Aurora pasaba de la fascinación a la excitación. Imaginó que ese joven de cabello ensortijado, barba corta e hirsuta, delgado, unos centímetros más bajo que ella, era un fogoso amante que multiplicaba el efecto de su verbo entre las sábanas. Involuntariamente refrescó sus labios con la lengua húmeda. Sintió hambre en su bajo y poblado vientre. Cambió el cruce de sus piernas cálidas, busco con mirada decidida los ojos del improvisado crítico, pero él estaba como distante, imbuido en su auténtica disertación.

     

          Sí, qué bueno que ahí aún está, férrea, altiva, impúdica, dejando que el tiempo la posea. Como en efecto, una de tantas frías noches, el grafitero excitado, agitó y vació sus aerosoles multicolores en la cúbica base ferrosa: “1984”. Cómo no sonreír con satisfacción, a la luz del nuevo día, ante el cuadro completo. Feliza, Gandhi, la chatarra hecha arte, el asertivo grafiti, el grito piroxílico de Orwell, todo con un fondo de verdes naturales salidos de la paleta del siempre generoso infinito.

 

Hoy, al final de la mañana, en esta otra jornada de soledad, Feliza está completa, luciendo su largo velo de variados óxidos. “La estética que prefiero”, entre aire fresco, bajo claro cielo.

 

Una mujer joven de cabello corto, con traje deportivo en gama de rosas y aire alegre, apareció en el campo visual de Aurora; corrió hacia el joven, lo abrazó, lo besó y lo arrastró de la mano hacia la salida de la parte baja. El crítico se volteó y agitó la mano despidiéndose de Aurora, quien, sorprendida, y como por instinto, intentó en vano conservar las últimas frases, levantado la mano sin aliento.

 

Aurora se puso de pie. Una brisa refrescante bajó de la montaña, envolvió la escultura y desordenó la cabellera negra de su, ahora, solitaria observadora.

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     El estilizado gusano del tranvía cuyo techo translúcido deja ver también las nubes bajo la carpa celeste, ahora aborda la suave pendiente, la de tupido bosque hacia levante, y Octavio con su monumento a Américo Vespucio, aún todo pintado de negro a poniente, busca llegar pronto a la estación donde recibe pasajeros que transbordan desde el metro-cable eléctrico, de San Luís, Satiamén, Guasca y la Calera. “Ojalá toda la ciudad fuese más o menos así”.

 

Aurora se calza las gafas inteligentes, de marco con aleación de titanio y diminuta cámara retráctil incrustada. Escribe en el aire con el índice, rápido, para no llamar la atención de los distraídos pasajeros. “2025, 2029, 2049”. En el campo virtual, despliega la información resumida en mapa conceptual, deslizando el pulgar en la nada. Lee, oye y ve una parte de un video relacionado. 2049 o el año de La Última Ola, a la usanza del filme australiano de 1977. “Pero creo que estoy es en 2029”.  Sí, el año en que se consolida el turismo cultural, que había tenido auge desde años anteriores cuando la gente pudo viajar, conocer, disfrutar su país. Ahora, el mundo continúa viniendo a ver, a sentir, a descubrir a Bogotá, gran galería a cielo abierto, ciudad donde los cóndores son inmortalizados en robots transformers, de inteligencia y utilidad inusitada.

 

Desde las alturas, Condórtimus, volando en círculos como los buitres, pero manteniendo su celoso anonimato, cual satélite espía, continuaba concentrado en mantener enfocado el radar en el autobús donde va Felipe repasando el contenido de su libreta de apuntes.

 

Esto podría grabarlo como audio en el celular, - pensó Felipe - pero hay algo en la grafía manual que aún no puedo deslindar.

                                                                                  

Está a punto de bajarse del bus híbrido en el paradero en calle 81. El semáforo de la 82 está en rojo y aprovecha para mirar la magnífica casa abandonada donde hace décadas funcionó el Instituto Goethe. En su mente aparece una mezcla de vagos recuerdos de proyecciones de cine en 16 milímetros. “Quizá también, Metrópolis”.

 

Se devuelve un poco, para ver el antejardín donde está la piedra limítrofe, en la entrada hay ahora una caseta con un vigilante. Luego se da vuelta y camina de nuevo hacia el sur. Todo allí le es familiar, a fuerza de verlo. El edificio donde funciona la pizzería, la casa bardada de la residencia de la embajada de Perú, el semáforo de la 79, “la calle de los anticuarios”, la de siempre, la de bajar muy lentamente devorándolo todo con la vista, antes de dirigirse a la universidad EAN, a su torre inteligente, para alguna sesión en el coworking, o seguir bajando hasta la zona de Unilago para refundirse en sus laberintos buscando dónde conseguir accesorios para reparar el computador. Pero hoy, aprovechando que Arturo no había llamado, acometía un nuevo rumbo, que tal vez resultase haciéndose costumbre en el futuro cercano.

 

Siempre le gustó esa calle, por su capilla atravesada con bordes azules, su asfalto angosto y alquitranado como una cinta aislante en tenue declive. “Es evidente que su destino es ser peatonal”. Le encantaba caminarla, a pesar de que inexplicablemente carecía de andenes, mirando a lado y lado, porque obviamente nunca podía entrar a ningún local a comprar nada. Le atraían su mixtura física, arquitectónica y de uso; sus tiendas, gallerías de arte, comida peruana, bogotana, e italiana; por sus cafés, por su moda, con sonoros nombres como Paulina, Silvia, Policarpa, Carlos Arturo, Hermenegildo. “Fantasear no significa descontextualizar”. Era seguro que esa frase no le pertenecía del todo, pero, qué sería de las gentes si no utilizasen, de tanto en tanto, su legítima herencia cultural universal.

1. Sobrevive desde los Páramos

                                                                                                                   Luego de apuradas conside...