Se ubicó en una silla
junto a la ventana con vista al occidente iluminado. Casi mecánicamente, sacó
su libreta del pequeño maletín y revisó sus últimas notas.
Aurora, de ojos cervales, cobriza y lustrosa piel, no disimulaba la natural
sensualidad de sus curvas corporales, que palpitaban bajo la holgada bata de
algodón crudo y delgado con angostas líneas de bordados, circuitos multicolores
inteligentes; tampoco matizaba su estilo fluido, casi desparpajado como su
cabello largo y oscuro, cayendo libre sobre su espigada figura. Ella, creativa
buscadora de dimensiones insondables, tomaba a veces, el tranvía eléctrico auto-conducido
o Eco-tranvía, en la estación cercana, llena de delgadas y transparentes
pantallas, donde aparecían las rutas, conexiones e itinerarios, cuando alguien
se detenía enfrente, y, también a veces, dispositivos mimetizados lanzaban
proyecciones en tres dimensiones al centro del pasillo, que la gente atravesaba
moviendo las manos como para atrapar las figuras de colorida luz. Los cómodos y
silenciosos vagones, con un diseño aerodinámico minimalista, con ventanas
amplias de una resina transparente similar al vidrio, pero más liviana y segura,
iban y venían por los costados con grata regularidad.
Si había un
asiento contra la ventana, lo tomaba, si no, prefería quedarse de pie porque
podía así, además de a la gente, contemplar el panorama de ambos lados de la
vía. El Eco-Tranvía de doble sentido, iba por el centro, como un apresurado
gusano de seda; al oriente, la waymo-biciruta, y, al occidente, la de
vehículos con motores eléctricos o con tanques de hidrógeno líquido, algunos se
manejaban solos, como fantasmas a plena luz del día eran los waymo-taxis,
que iban a recoger usuarios en las zonas aledañas. Algunos pasajeros del Eco-Tranvía,
contradictoriamente, aún se impresionaban, incluso afirmaban que nuca
utilizarían ese servicio. Aurora, sonreía, sabía que todos los vehículos pronto
iban a ser “fantasmas”.
En todo caso, ese
trávelin la deleitaba. Los edificios de la industria tecnológica, la cual
andaba debatiéndose en la tremenda lucha para el equilibrio en la balanza, que
cada trimestre oscilaba entre el predominio del monopolio y el de la descentralización.
Aurora reiteraba, para mantener el enfoque, que en ese titánico pulso se jugaba
buena parte de destino de la humanidad. En el segundo bando, es decir el de la ciber-democratización,
se incluía la renacida Singapur, Corea, algunas firmas norteamericanas, Francia,
China y Japón. “Quizá Colombia ronde por ahí”. Nunca se sabrá quien
pensó esto último, pero soñar siempre será válido. La cerca de pinos que aún
separa la increíble avenida mixta del barrio Santa Ana, en la que en su costado
paralelo se levantaba una hilera de edificios multifamiliares, de siete pisos
de alto reglamentarios, ahora parecía más verde y vital, casi podía sentir su
intenso aroma.
El río Molinos de poco caudal, pero
que en épocas de lluvia inunda las casas, y en cuyo borde norte, un kilómetro
más arriba, al pie del cerro, luego de la caminata diaria, se sentaba a
descansar, baja canalizado, acompañando a las gentes que en el verde paseo de
sus riberas se ejercitan en las mañanas.
Los predios militares de ambivalente historia,
a ambos costados. La cancha de fútbol, donde se ensayaba una parada, marchaban jóvenes
uniformados, de pieles diversas y un buen número de mujeres, permitía una
amplia vista de las colinas, testigos mudos, otrora, de algunos non santos
eventos. En las vallas digitales, la publicidad de la institución mostraba
imágenes de tropa asistiendo a familias campesinas. “La dignidad que le
corresponde retorna a las filas”. De nuevo, no hay certeza de quien lo
barruntó, pero era ello también otro termómetro del cambio general de la
república, iniciado en el legendario 2022.
El centro
comercial y de negocios de fachada oscura con su significativos treinta metros
de altura, por fin terminado, junto a la estación de buses con rutas
circulares, no contaminantes, en los que ahora tenía participación la nación.
La tardanza en su culminación, permitió la inclusión de una gran matriz de
paneles digitales que ahora se empleaba como valla publicitaria y para
proyección de obras de arte generativo, tokenizadas. Sí, era allí donde algunos
domingos, luego de trotar un poco, Aurora, se sentaba en las escalas altas
semicirculares, donde otros también, pero con diversos tipos de robots y drones,
como en un teatro al aire libre, para desde ahí, como dijera en una ocasión su
casual y simpático interlocutor, sin premuras, verla al desnudo.
Para él, Feliza estuvo siempre ahí, al aire libre, para todos, con su
silencio de herrumbre, su alta voz aleada, su sincera forma obelística de 13
metros de altura y 4 toneladas de peso, su condición de ser una de las primeras
obras abstractas en espacio público de la ciudad, 1971, símbolo de la resistencia
pacífica. Claro que él se atrevía a considerarla tímida, lamentaba que
hubiese restringido la potencia de su expresión, para conservar, quizá, una
limitante y conceptual pureza de las líneas. Le hubiese gustado que ese logro
expresivo, apelando al reciclaje de la industria pesada, como medio, a través
de la revaloración de la chatarra, hubiese sido más exuberante. Pero como
fuese, más acá de cualquier consideración, lo que para él contaba, era que
Feliza, ahí estaba.
Aurora estaba
encantada con el discurso de su fortuito interlocutor, que, con su humeante
vaso de café en la mano, bien podía fungir como un natural, naif, crítico de
arte. A su alrededor, las personas y las máquinas fluctuaban en un todavía
inverosímil panorama en aquel peculiar vértice citadino.
Ahora, ejerciendo renovada armonía, entre anillos de puentes, con tráfico
fluido, allí está, mírala, mírala, erguida, longínea, herrumbrada, sensual;
decidida y trajinada cual bandera libertaria; anclada sobre acantilado
artificial, faro de rayo de luz amplificado en la negrura, mástil sobreviviente
a feroces tormentas y naufragios. Miralá, miralá, ahí está empinada,
alargada, oxidada, sobre cúbico pedestal, contando veraces vedadas historias,
con vocablos chatarrizados, fundidos en agrestes cordones de soldadura, juegos
de piñones atascados y sólidos rieles ensamblados.
Aurora pasaba de
la fascinación a la excitación. Imaginó que ese joven de cabello ensortijado,
barba corta e hirsuta, delgado, unos centímetros más bajo que ella, era un
fogoso amante que multiplicaba el efecto de su verbo entre las sábanas. Involuntariamente
refrescó sus labios con la lengua húmeda. Sintió hambre en su bajo y poblado
vientre. Cambió el cruce de sus piernas cálidas, busco con mirada decidida los
ojos del improvisado crítico, pero él estaba como distante, imbuido en su
auténtica disertación.
Sí,
qué bueno que ahí aún está, férrea, altiva, impúdica, dejando que el tiempo la
posea. Como en efecto, una de tantas frías noches, el grafitero excitado, agitó
y vació sus aerosoles multicolores en la cúbica base ferrosa: “1984”. Cómo no
sonreír con satisfacción, a la luz del nuevo día, ante el cuadro completo.
Feliza, Gandhi, la chatarra hecha arte, el asertivo grafiti, el grito
piroxílico de Orwell, todo con un fondo de verdes naturales salidos de la
paleta del siempre generoso infinito.
Hoy, al final de la mañana, en esta otra jornada de soledad, Feliza está
completa, luciendo su largo velo de variados óxidos. “La estética que prefiero”,
entre aire fresco, bajo claro cielo.
Una mujer joven
de cabello corto, con traje deportivo en gama de rosas y aire alegre, apareció
en el campo visual de Aurora; corrió hacia el joven, lo abrazó, lo besó y lo
arrastró de la mano hacia la salida de la parte baja. El crítico se volteó y
agitó la mano despidiéndose de Aurora, quien, sorprendida, y como por instinto,
intentó en vano conservar las últimas frases, levantado la mano sin aliento.
Aurora se puso de
pie. Una brisa refrescante bajó de la montaña, envolvió la escultura y
desordenó la cabellera negra de su, ahora, solitaria observadora.
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