miércoles, 26 de febrero de 2025

9. Felipe-Aurora-Tranvía

  

Se ubicó en una silla junto a la ventana con vista al occidente iluminado. Casi mecánicamente, sacó su libreta del pequeño maletín y revisó sus últimas notas.

 

Aurora, de ojos cervales, cobriza y lustrosa piel, no disimulaba la natural sensualidad de sus curvas corporales, que palpitaban bajo la holgada bata de algodón crudo y delgado con angostas líneas de bordados, circuitos multicolores inteligentes; tampoco matizaba su estilo fluido, casi desparpajado como su cabello largo y oscuro, cayendo libre sobre su espigada figura. Ella, creativa buscadora de dimensiones insondables, tomaba a veces, el tranvía eléctrico auto-conducido o Eco-tranvía, en la estación cercana, llena de delgadas y transparentes pantallas, donde aparecían las rutas, conexiones e itinerarios, cuando alguien se detenía enfrente, y, también a veces, dispositivos mimetizados lanzaban proyecciones en tres dimensiones al centro del pasillo, que la gente atravesaba moviendo las manos como para atrapar las figuras de colorida luz. Los cómodos y silenciosos vagones, con un diseño aerodinámico minimalista, con ventanas amplias de una resina transparente similar al vidrio, pero más liviana y segura, iban y venían por los costados con grata regularidad.

 

Si había un asiento contra la ventana, lo tomaba, si no, prefería quedarse de pie porque podía así, además de a la gente, contemplar el panorama de ambos lados de la vía. El Eco-Tranvía de doble sentido, iba por el centro, como un apresurado gusano de seda; al oriente, la waymo-biciruta, y, al occidente, la de vehículos con motores eléctricos o con tanques de hidrógeno líquido, algunos se manejaban solos, como fantasmas a plena luz del día eran los waymo-taxis, que iban a recoger usuarios en las zonas aledañas. Algunos pasajeros del Eco-Tranvía, contradictoriamente, aún se impresionaban, incluso afirmaban que nuca utilizarían ese servicio. Aurora, sonreía, sabía que todos los vehículos pronto iban a ser “fantasmas”.

 


 

En todo caso, ese trávelin la deleitaba. Los edificios de la industria tecnológica, la cual andaba debatiéndose en la tremenda lucha para el equilibrio en la balanza, que cada trimestre oscilaba entre el predominio del monopolio y el de la descentralización. Aurora reiteraba, para mantener el enfoque, que en ese titánico pulso se jugaba buena parte de destino de la humanidad. En el segundo bando, es decir el de la ciber-democratización, se incluía la renacida Singapur, Corea, algunas firmas norteamericanas, Francia, China y Japón. “Quizá Colombia ronde por ahí”. Nunca se sabrá quien pensó esto último, pero soñar siempre será válido. La cerca de pinos que aún separa la increíble avenida mixta del barrio Santa Ana, en la que en su costado paralelo se levantaba una hilera de edificios multifamiliares, de siete pisos de alto reglamentarios, ahora parecía más verde y vital, casi podía sentir su intenso aroma.

 

          El río Molinos de poco caudal, pero que en épocas de lluvia inunda las casas, y en cuyo borde norte, un kilómetro más arriba, al pie del cerro, luego de la caminata diaria, se sentaba a descansar, baja canalizado, acompañando a las gentes que en el verde paseo de sus riberas se ejercitan en las mañanas.  

 

 Los predios militares de ambivalente historia, a ambos costados. La cancha de fútbol, donde se ensayaba una parada, marchaban jóvenes uniformados, de pieles diversas y un buen número de mujeres, permitía una amplia vista de las colinas, testigos mudos, otrora, de algunos non santos eventos. En las vallas digitales, la publicidad de la institución mostraba imágenes de tropa asistiendo a familias campesinas. “La dignidad que le corresponde retorna a las filas”. De nuevo, no hay certeza de quien lo barruntó, pero era ello también otro termómetro del cambio general de la república, iniciado en el legendario 2022.

 

El centro comercial y de negocios de fachada oscura con su significativos treinta metros de altura, por fin terminado, junto a la estación de buses con rutas circulares, no contaminantes, en los que ahora tenía participación la nación. La tardanza en su culminación, permitió la inclusión de una gran matriz de paneles digitales que ahora se empleaba como valla publicitaria y para proyección de obras de arte generativo, tokenizadas. Sí, era allí donde algunos domingos, luego de trotar un poco, Aurora, se sentaba en las escalas altas semicirculares, donde otros también, pero con diversos tipos de robots y drones, como en un teatro al aire libre, para desde ahí, como dijera en una ocasión su casual y simpático interlocutor, sin premuras, verla al desnudo.

 

Para él, Feliza estuvo siempre ahí, al aire libre, para todos, con su silencio de herrumbre, su alta voz aleada, su sincera forma obelística de 13 metros de altura y 4 toneladas de peso, su condición de ser una de las primeras obras abstractas en espacio público de la ciudad, 1971, símbolo de la resistencia pacífica. Claro que él se atrevía a considerarla tímida, lamentaba que hubiese restringido la potencia de su expresión, para conservar, quizá, una limitante y conceptual pureza de las líneas. Le hubiese gustado que ese logro expresivo, apelando al reciclaje de la industria pesada, como medio, a través de la revaloración de la chatarra, hubiese sido más exuberante. Pero como fuese, más acá de cualquier consideración, lo que para él contaba, era que Feliza, ahí estaba.

 

Aurora estaba encantada con el discurso de su fortuito interlocutor, que, con su humeante vaso de café en la mano, bien podía fungir como un natural, naif, crítico de arte. A su alrededor, las personas y las máquinas fluctuaban en un todavía inverosímil panorama en aquel peculiar vértice citadino.

 

Ahora, ejerciendo renovada armonía, entre anillos de puentes, con tráfico fluido, allí está, mírala, mírala, erguida, longínea, herrumbrada, sensual; decidida y trajinada cual bandera libertaria; anclada sobre acantilado artificial, faro de rayo de luz amplificado en la negrura, mástil sobreviviente a feroces tormentas y naufragios. Miralá, miralá, ahí está empinada, alargada, oxidada, sobre cúbico pedestal, contando veraces vedadas historias, con vocablos chatarrizados, fundidos en agrestes cordones de soldadura, juegos de piñones atascados y sólidos rieles ensamblados.

 

Aurora pasaba de la fascinación a la excitación. Imaginó que ese joven de cabello ensortijado, barba corta e hirsuta, delgado, unos centímetros más bajo que ella, era un fogoso amante que multiplicaba el efecto de su verbo entre las sábanas. Involuntariamente refrescó sus labios con la lengua húmeda. Sintió hambre en su bajo y poblado vientre. Cambió el cruce de sus piernas cálidas, busco con mirada decidida los ojos del improvisado crítico, pero él estaba como distante, imbuido en su auténtica disertación.

     

          Sí, qué bueno que ahí aún está, férrea, altiva, impúdica, dejando que el tiempo la posea. Como en efecto, una de tantas frías noches, el grafitero excitado, agitó y vació sus aerosoles multicolores en la cúbica base ferrosa: “1984”. Cómo no sonreír con satisfacción, a la luz del nuevo día, ante el cuadro completo. Feliza, Gandhi, la chatarra hecha arte, el asertivo grafiti, el grito piroxílico de Orwell, todo con un fondo de verdes naturales salidos de la paleta del siempre generoso infinito.

 

Hoy, al final de la mañana, en esta otra jornada de soledad, Feliza está completa, luciendo su largo velo de variados óxidos. “La estética que prefiero”, entre aire fresco, bajo claro cielo.

 

Una mujer joven de cabello corto, con traje deportivo en gama de rosas y aire alegre, apareció en el campo visual de Aurora; corrió hacia el joven, lo abrazó, lo besó y lo arrastró de la mano hacia la salida de la parte baja. El crítico se volteó y agitó la mano despidiéndose de Aurora, quien, sorprendida, y como por instinto, intentó en vano conservar las últimas frases, levantado la mano sin aliento.

 

Aurora se puso de pie. Una brisa refrescante bajó de la montaña, envolvió la escultura y desordenó la cabellera negra de su, ahora, solitaria observadora.

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