Viven en extremos opuestos.
Arturo cerca de la Biblioteca El Tintal vecina del Humedal del Burro, y, Felipe
al pie de los cerros tutelares, donde comienza el sendero de la Aguadora,
asignado a la empresa de acueducto. Sin embargo, su empatía y sus deseos de
hacer algo más de lo que ya están haciendo por sus vidas, inscribe en las
voluntades, el mandato de efectuar lo necesario para superar las barreras citadinas,
y posibilitar el que los cafés de trabajo ocurran.
Para sobrevivir Felipe trabaja, aun ocho horas a la
semana, en una empresa de tecnología y el resto del tiempo lo dedica a sus
proyectos personales. Ahora, todos ellos, de alguna manera, tienen que ver con
la creatividad y el ecosistema digital. Agradece haber terminado y publicado su
novela híbrida justo antes de que llegara a proponerle a Arturo que le metieran
el diente a los bites. Arturo había cursado en el pasado algunos semestres de
ingeniería de sistemas y su buena formación en matemáticas, durante el
bachillerato, aunada a su talento y destreza con la lógica, dotaban de sentido ese
acertado propósito. Felipe tenía fundamentos para creer que la mejor manera de
avanzar, era haciendo un proyecto que solucionara algún problema de la vida
real. Para Arturo esa postura no era siquiera considerable.
En los primeros días de enero, aprovechando que
tuvo que ir temprano en la mañana a una diligencia de documentos, hasta la Avenida
El Dorado con 68, fue al centro comercial cercano y compró un tinto y un pasa
bocas, para ir a consumirlo en la cómoda terraza pública. La empleada que le
atendió, con la piel del rostro mestizo ya ajado, lo miró con cierta antipatía
por haber solicitado los dos productos más baratos. Terrible, pensó Felipe,
ella devenga un sueldo miserable y se incomoda cuando alguien trata de que las
únicas monedas que tiene, le alcancen.
Llamó a Arturo para que se encontraran ahí. Le
respondió con su natural nobleza y tono animado. Le dijo que hubiese sido
posible, pero lo habían invitado a un viaje al llano y tomarían camino
enseguida. Ambos afirmaron casi al unísono que ese paseo no se podía perder por
nada del mundo. Aplazaron la cita para la semana siguiente. Felipe alcanzó a
alegrarse, de haberle dicho que, en la próxima tertulia, él le iba a compartir
los detalles del software que había desarrollado, y que, si Arturo quería
compartirle algo del proyecto suyo, sería bien recibido, antes de terminar su
fondo de tinto y regresar a su caverna laboriosa, como llamaba a su espacio
habitacional.
Es que en recientes conversaciones, Arturo había
aseverado que había decidido dedicarse a iniciar negocios en plataformas web, y,
de cierta manera, abandonar la programación. Trató en vano de que Felipe lo
emulara. Felipe ya tenía desde el 2018 una vitrina de esas con varios libros de
arte en los estantes, y, una colección de obras nativas digitales en la web3,
es decir donde poseían una identidad tokenizada y por ende acceso a un mercado,
con criptomonedas como medio de cambio. Arturo aborrecía, por desconocimiento y
errónea información, el tema cripto.
Concluyeron que cada cual se dedicara a sus proyectos particulares por
separado y simplemente terminaron el zaperoco, deseándose mutua suerte. Ahora,
de nuevo, Felipe veía cómo otro magnífico proyecto estaba deslizándose, como
agua entre los dedos, hacia el abismo. Entonces, no le quedaba más, que jugarse
la última carta.
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