El estilizado gusano del tranvía cuyo techo translúcido deja ver también las nubes bajo la carpa celeste, ahora aborda la suave pendiente, la de tupido bosque hacia levante, y Octavio con su monumento a Américo Vespucio, aún todo pintado de negro a poniente, busca llegar pronto a la estación donde recibe pasajeros que transbordan desde el metro-cable eléctrico, de San Luís, Satiamén, Guasca y la Calera. “Ojalá toda la ciudad fuese más o menos así”.
Aurora se calza
las gafas inteligentes, de marco con aleación de titanio y diminuta cámara
retráctil incrustada. Escribe en el aire con el índice, rápido, para no llamar
la atención de los distraídos pasajeros. “2025, 2029, 2049”. En el campo
virtual, despliega la información resumida en mapa conceptual, deslizando el
pulgar en la nada. Lee, oye y ve una parte de un video relacionado. 2049 o el
año de La Última Ola, a la usanza del filme australiano de 1977. “Pero creo que
estoy es en 2029”. Sí, el año en que se
consolida el turismo cultural, que había tenido auge desde años anteriores
cuando la gente pudo viajar, conocer, disfrutar su país. Ahora, el mundo continúa
viniendo a ver, a sentir, a descubrir a Bogotá, gran galería a cielo abierto,
ciudad donde los cóndores son inmortalizados en robots transformers, de
inteligencia y utilidad inusitada.
Desde las alturas,
Condórtimus, volando en círculos como los buitres, pero manteniendo su celoso
anonimato, cual satélite espía, continuaba concentrado en mantener enfocado el
radar en el autobús donde va Felipe repasando el contenido de su libreta de
apuntes.
Esto podría
grabarlo como audio en el celular, - pensó Felipe - pero hay algo en la grafía
manual que aún no puedo deslindar.
Está a punto de bajarse del bus híbrido en el paradero en calle 81. El
semáforo de la 82 está en rojo y aprovecha para mirar la magnífica casa
abandonada donde hace décadas funcionó el Instituto Goethe. En su mente aparece
una mezcla de vagos recuerdos de proyecciones de cine en 16 milímetros. “Quizá
también, Metrópolis”.
Se devuelve un
poco, para ver el antejardín donde está la piedra limítrofe, en la entrada hay
ahora una caseta con un vigilante. Luego se da vuelta y camina de nuevo hacia
el sur. Todo allí le es familiar, a fuerza de verlo. El edificio donde funciona
la pizzería, la casa bardada de la residencia de la embajada de Perú, el
semáforo de la 79, “la calle de los anticuarios”, la de siempre, la de bajar
muy lentamente devorándolo todo con la vista, antes de dirigirse a la
universidad EAN, a su torre inteligente, para alguna sesión en el coworking, o
seguir bajando hasta la zona de Unilago para refundirse en sus laberintos
buscando dónde conseguir accesorios para reparar el computador. Pero hoy,
aprovechando que Arturo no había llamado, acometía un nuevo rumbo, que tal vez resultase
haciéndose costumbre en el futuro cercano.
Siempre le gustó
esa calle, por su capilla atravesada con bordes azules, su asfalto angosto y
alquitranado como una cinta aislante en tenue declive. “Es evidente que su
destino es ser peatonal”. Le encantaba caminarla, a pesar de que
inexplicablemente carecía de andenes, mirando a lado y lado, porque obviamente
nunca podía entrar a ningún local a comprar nada. Le atraían su mixtura física,
arquitectónica y de uso; sus tiendas, gallerías de arte, comida peruana,
bogotana, e italiana; por sus cafés, por su moda, con sonoros nombres como
Paulina, Silvia, Policarpa, Carlos Arturo, Hermenegildo. “Fantasear no
significa descontextualizar”. Era seguro que esa frase no le pertenecía del
todo, pero, qué sería de las gentes si no utilizasen, de tanto en tanto, su
legítima herencia cultural universal.
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