La agenda que recomienda Condortimai, mi modelo de Inteligencia Artificial es, elaborar, en su orden: gemelo digital de la ciudad de Bogotá, emulando al de Tokio, ya existente; mapa del nivel educativo poblacional; infografía sobre situación socioeconómica y política; salud del ecosistema; catálogo de grupos humanos relevantes para objetivos misionales; referencia de liderazgos culturales; y, lista de entidades individuales sui generis. A simple vista parecen complejas tareas para un robot obligado a adaptarse pronto y al máximo en un mundo inédito. Y sí, lo son. Aunque prefiero no procrastinar, el haber llegado también a la conclusión, no ortodoxa ni determinística, de que mi condición de abandonado a su suerte, me permite algunas licencias.
Esta mañana, en que la
estrella enana amarilla, en su fase intermedia de evolución, sol, se ha levantado muy temprano para
rociar con sus esquirlas de visos dorados, los millones de piezas de greda convertida en bloques y ladrillos,
y, los tiros de maderos, tablas,
latas de zinc, lonas impermeables o plásticos de invernadero, materiales que ensamblados han forjado los tupidos panales de casas, que montados como en
una enorme montaña rusa o en una secuencia en el desierto, del filme Duna, recorre veloz las pendientes hacia
las hondonadas y rauda aún, trepa sin ambages las múltiples colinas abrasadas,
donde no hace tanto la vegetación nativa
reinaba. Las montañas se han transformado en conos romos gigantes de
construcciones habitacionales. Sí, el astro brilla ya, sobre un buen fragmento
de ciudad que semeja un reseco molusco
gigante sobreviviente de océano cretácico, bajo un firmamento de tenue turquesa, bordeado por una cinta opaca
de contaminación. Despliego mis potentes alas sin reprimir mi graznido de
combate, el de los majestuosos Andes,
cargados de míticas historias. Me
visto, ipso facto con mi camuflaje de
invisibilidad, y, junto con la gente
laboriosa y la niñez escolarizada,
desciendo por trochas destapadas, hasta una vía medianamente reconocible que
conduce hasta el lado opuesto de la colina de tugurios apiñados, y luego subo la larga y angosta calle, salpicada
de postes y cables de alumbrado, bordeada de andenes descascarados, con baches
destapados en su pavimento discontinuo, hasta la empinada escalera de concreto
que desemboca en una de las cimas donde los grafitis
saltan desde los muros irregulares, lanzando con sus cromáticas voces, gritos de urgencias, registros de memorias, expresión
de anhelos, sueños, y, esperanza.
Ahí mismo está la estación del rojo sangre transmicable, que luego de longas luchas comunales, tuvo que ser construido, para el alivio de las necesidades de transporte de tanta gente que antes gastaba cuatro horas en el ir y venir de estudiar y o de conseguir el raso sustento.
Esa abismada sensación de observar, desde las góndolas de generosos ventanales, los apretados barrios interminables; de hacerse una idea de la magnitud y características comunes de los estratos humildes, hospedarios de multitudes de desplazados de las provincias, de las selvas, por la vil, voraz codicia del poder, desatada en cobarde violencia. De volar sin ser visto, junto a los vagones aéreos, donde los rostros de los ocupantes reflejan cierta satisfacción al comparar con un absurdo pasado de trancones de incómodos y atestados buses, trepando y descendiendo como gusanos por ese laberíntico juego de terraplenes. Y seguir, planeando a su lado, de torre en torre, hasta lograr hacer contacto, más abajo, con el otro bloque inmenso de ciudad de concreto y ladrillo, que en sentido norte se extiende por más de una decena de kilómetros, y donde a cada mil metros, se acentúan ignominiosas las sociales diferencias. En fin, una ciudad vital que refleja, cual espejo mágico, una nación exuberante, pero lacerada por vergonzosa inequidad e inaceptable injusticia, causas, entre otras, de tanta absurda barbarie.
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