miércoles, 26 de febrero de 2025

7. Distopía

  

Pero robot de mi categoría que se respete, ante todo debe ser proactivo, veraz, objetivo, realista. Así que, en mis modelos de futuro, considero las posibles facetas de la gema. Por ello me tomo el trabajo de revisar, como muestra, un par de crónicas del futuro, a las cuales tengo acceso privilegiado. Claro que corro el riesgo de ser indiscreto, no por la información del mañana, sino por develar personajes que aún no han entrado en escena.  Pero ni modos, porque en verdad me gustaría, alguna vez, en cualquiera de los centros de felicidad, o en un bien plantado café, platicar con Aurora, Felipe, Jacinto y Arturo, sobre este, para ellos sin duda, disruptivo tema.  

 

El Ocaso de la Sabana

En 2045, Bogotá se tambaleaba al borde del colapso. La ciudad, otrora vibrante corazón de Colombia, se asfixiaba bajo un cielo gris de smog. Los ríos que la atravesaban, como el Bogotá y el Tunjuelo, eran apenas sombras de su pasado, convertidos en cloacas de lodo tóxico. La ancestral hidrología, que los indígenas muiscas habían venerado, estaba sepultada bajo siglos de cemento y negligencia- Los expertos lo habían advertido desde 2015: sin recuperar sus aguas y sin un metro eléctrico de alta capacidad, la urbe no sobreviviría.

Para 2047, la crisis era irreversible. El agua potable escaseaba, el tráfico colapsaba en arterias obsoletas de asfalto, y el calor sofocante de un clima desquiciado azotaba a los ocho millones de habitantes. Los cortes de luz eran diarios; los buses, fósiles humeantes, no daban abasto. El metro, un sueño eterno, nunca pasó de planos polvorientos. La gente comenzó a mirar más allá de la sabana alta. Rumores del campo circulaban como un canto de sirena: aire limpio, agua pura, paz.

En el altiplano de Boyacá, por ejemplo, a dos horas de la capital, florecía una revolución silenciosa. Agroindustrias sostenibles producían alimentos con tecnología de punta. Paneles solares brillaban sobre colinas verdes, alimentando casas conectadas a internet de alta velocidad. Escuelas rurales enseñaban robótica y ecología, mientras clínicas preventivas atendían a comunidades prósperas. El contraste era brutal: mientras Bogotá se ahogaba, el campo renacía con belleza natural y calidad de vida.

La migración empezó como un goteo en 2048. Familias enteras dejaron atrás apartamentos hacinados por casitas de adobe con huertos. Los jóvenes, hartos del caos urbano, encontraron trabajo en cooperativas solares o en emprendimientos agrícolas. Para 2049, el éxodo era masivo. Bogotá perdía miles de habitantes al mes. Los edificios, sin mantenimiento, se cubrían de musgo y grietas. Las calles, antes ruidosas, quedaron en un silencio espectral, roto solo por el viento que arrastraba basura.

Una tarde, Ana, una ingeniera hidráulica de 35 años, caminó por la Plaza de Bolívar desierta. Había trabajado en un proyecto para revivir el río Bogotá, pero el presupuesto se esfumó en corrupción. Miró las palomas, únicas habitantes del lugar, y pensó en la decisión acertada de su hermano, que ahora cultivaba quinua en Paipa con energía solar. "Esto pudo ser diferente", murmuró, mientras una llovizna ácida mojaba las ruinas de la Catedral, el Capitolio y los palacios de Justicia y Liévano.

En 2050, Bogotá era ya una urbe fantasmal. Torres de edificio vacíos se alzaban como lápidas de una civilización perdida. En el campo, en cambio, florecían las risas de niños jugando entre árboles frutales, y, el agua cristalina corría libre, otra vez. La alta Sabana de Bogotá, sin su gente, se hundió en el olvido, exhalando ese eco paralizante e inexorable, característico de cuando se ignora el genuino pulso de la tierra.

          





 

La Ecuación de la Sabana

Por el doctor Hernán Salazar, Crónicas de la Diáspora Terrestre, 2051 

En el año 2045, Bogotá, la megalópolis del altiplano andino, alcanzó un punto crítico en su ecuación de existencia. Los datos eran implacables: la hidrología ancestral, un sistema de ríos y humedales que había sostenido a los muiscas milenios atrás, estaba al 3% de su capacidad original. El río Bogotá, una arteria vital, transportaba más toxinas que agua. La densidad poblacional, 8.2 millones de almas, presionaba una infraestructura diseñada para la mitad. Y el transporte, un caos de combustibles fósiles, emitía 12 toneladas métricas de carbono diarias. Los ingenieros lo sabían desde 2025: un metro subterráneo eléctrico, de alta capacidad, era la variable clave para estabilizar el sistema. Sin él, y sin restaurar las aguas, la ciudad colapsaría antes de 2049. 

Pero los humanos, como siempre, desafiaron la lógica. Los gobernantes, atrapados en bucles de inacción, archivaron los planos del metro en servidores olvidados. Los fondos para desintoxicar los ríos se disiparon en entropía burocrática. Para 2047, las constantes se volvieron exponenciales: el aire alcanzaba niveles de contaminación del 87% por encima del umbral respirable, y las reservas de agua potable caían un 15% anual. La población, enfrentada a estas cifras, activó una solución inesperada: migración inversa. 

El campo, a 200 kilómetros de la urbe, ofrecía un nuevo modelo. Agroindustrias robotizadas, alimentadas por paneles solares de silicio avanzado, producían 4.5 toneladas de cultivos por hectárea. Redes de fibra óptica conectaban aldeas con la nube global, mientras purificadores de agua por ósmosis inversa generaban 10 millones de litros diarios. Las escuelas, con currículums de inteligencia artificial y ecología, graduaban a un 92% de sus estudiantes en carreras técnicas. El aire registraba un índice de calidad de 98/100. Era, en términos matemáticos, un sistema autosuficiente. 

En 2048, el éxodo comenzó. Primero fueron los ingenieros, luego los maestros, finalmente las familias. Los sensores de tráfico en Bogotá registraron un descenso del 68% en dos años. Para 2049, la ciudad era una anomalía estadística: 1.3 millones de habitantes en una urbe diseñada para millones más. Los edificios, sin energía ni mantenimiento, cedieron al segundo principio de la termodinámica: la entropía los reclamó. Ventanas rotas, fachadas cubiertas de liquen, calles donde el silencio reemplazó al claxon. 

Conocí a Ana Ramírez, una hidróloga de 35 años, en la Plaza de Bolívar, el 12 de marzo de 2050. Estaba sola, salvo por un dron meteorológico que zumbaba sobre las ruinas góticas de la catedral. "Teníamos las ecuaciones", me dijo, mirando un charco de lluvia ácida. "Un metro eléctrico habría reducido el tráfico en un 73%, y la restauración hídrica habría devuelto el 45% del flujo original. Pero preferimos la inercia". Su hermano, un agrónomo, vivía en Tunja, diseñando invernaderos solares. Ella no lo culpaba. 

En 2051, Bogotá es un experimento abandonado. Sus torres vacías proyectan sombras sobre una sabana que, irónicamente, comienza a reverdecer sin humanos. En el campo, la humanidad recalculó sus prioridades: energía limpia, agua pura, educación, paz. La urbe fantasmal no es un fracaso, sino una advertencia. Como dijo el gran roboticista Sarton: "La civilización no cae por la tecnología, sino por lo que los hombres eligen no hacer con ella".



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