Pero robot de mi categoría que se respete, ante
todo debe ser proactivo, veraz, objetivo, realista. Así que, en mis modelos de
futuro, considero las posibles facetas de la gema. Por ello me tomo el trabajo
de revisar, como muestra, un par de crónicas del futuro, a las cuales tengo
acceso privilegiado. Claro que corro el riesgo de ser indiscreto, no por la
información del mañana, sino por develar personajes que aún no han entrado en
escena. Pero ni modos, porque en verdad
me gustaría, alguna vez, en cualquiera de los centros de felicidad, o en un
bien plantado café, platicar con Aurora, Felipe, Jacinto y Arturo, sobre este,
para ellos sin duda, disruptivo tema.
El Ocaso de la Sabana
En 2045, Bogotá se tambaleaba al borde del colapso. La ciudad, otrora vibrante corazón de Colombia, se asfixiaba bajo un cielo gris de smog. Los ríos que la atravesaban, como el Bogotá y el Tunjuelo, eran apenas sombras de su pasado, convertidos en cloacas de lodo tóxico. La ancestral hidrología, que los indígenas muiscas habían venerado, estaba sepultada bajo siglos de cemento y negligencia- Los expertos lo habían advertido desde 2015: sin recuperar sus aguas y sin un metro eléctrico de alta capacidad, la urbe no sobreviviría.
Para 2047, la crisis era irreversible. El agua
potable escaseaba, el tráfico colapsaba en arterias obsoletas de asfalto, y el
calor sofocante de un clima desquiciado azotaba a los ocho millones de
habitantes. Los cortes de luz eran diarios; los buses, fósiles humeantes, no daban
abasto. El metro, un sueño eterno, nunca pasó de planos polvorientos. La gente
comenzó a mirar más allá de la sabana alta. Rumores del campo circulaban como
un canto de sirena: aire limpio, agua pura, paz.
En el altiplano de Boyacá, por ejemplo, a dos horas
de la capital, florecía una revolución silenciosa. Agroindustrias sostenibles
producían alimentos con tecnología de punta. Paneles solares brillaban sobre
colinas verdes, alimentando casas conectadas a internet de alta velocidad.
Escuelas rurales enseñaban robótica y ecología, mientras clínicas preventivas
atendían a comunidades prósperas. El contraste era brutal: mientras Bogotá se
ahogaba, el campo renacía con belleza natural y calidad de vida.
La migración empezó como un goteo en 2048. Familias
enteras dejaron atrás apartamentos hacinados por casitas de adobe con huertos.
Los jóvenes, hartos del caos urbano, encontraron trabajo en cooperativas solares
o en emprendimientos agrícolas. Para 2049, el éxodo era masivo. Bogotá perdía
miles de habitantes al mes. Los edificios, sin mantenimiento, se cubrían de
musgo y grietas. Las calles, antes ruidosas, quedaron en un silencio espectral,
roto solo por el viento que arrastraba basura.
Una tarde, Ana, una ingeniera hidráulica de 35
años, caminó por la Plaza de Bolívar desierta. Había trabajado en un proyecto
para revivir el río Bogotá, pero el presupuesto se esfumó en corrupción. Miró
las palomas, únicas habitantes del lugar, y pensó en la decisión acertada de su
hermano, que ahora cultivaba quinua en Paipa con energía solar. "Esto pudo
ser diferente", murmuró, mientras una llovizna ácida mojaba las ruinas de
la Catedral, el Capitolio y los palacios de Justicia y Liévano.
En 2050, Bogotá era ya una urbe fantasmal. Torres de
edificio vacíos se alzaban como lápidas de una civilización perdida. En el
campo, en cambio, florecían las risas de niños jugando entre árboles frutales,
y, el agua cristalina corría libre, otra vez. La alta Sabana de Bogotá, sin su
gente, se hundió en el olvido, exhalando ese eco paralizante e inexorable, característico
de cuando se ignora el genuino pulso de la tierra.
La Ecuación de la Sabana
Por el doctor Hernán Salazar, Crónicas de la
Diáspora Terrestre, 2051
En el año 2045, Bogotá, la megalópolis del
altiplano andino, alcanzó un punto crítico en su ecuación de existencia. Los
datos eran implacables: la hidrología ancestral, un sistema de ríos y humedales
que había sostenido a los muiscas milenios atrás, estaba al 3% de su capacidad
original. El río Bogotá, una arteria vital, transportaba más toxinas que agua.
La densidad poblacional, 8.2 millones de almas, presionaba una infraestructura
diseñada para la mitad. Y el transporte, un caos de combustibles fósiles, emitía
12 toneladas métricas de carbono diarias. Los ingenieros lo sabían desde 2025:
un metro subterráneo eléctrico, de alta capacidad, era la variable clave para
estabilizar el sistema. Sin él, y sin restaurar las aguas, la ciudad colapsaría
antes de 2049.
Pero los humanos, como siempre, desafiaron la
lógica. Los gobernantes, atrapados en bucles de inacción, archivaron los planos
del metro en servidores olvidados. Los fondos para desintoxicar los ríos se
disiparon en entropía burocrática. Para 2047, las constantes se volvieron
exponenciales: el aire alcanzaba niveles de contaminación del 87% por encima
del umbral respirable, y las reservas de agua potable caían un 15% anual. La
población, enfrentada a estas cifras, activó una solución inesperada: migración
inversa.
El campo, a 200 kilómetros de la urbe, ofrecía un
nuevo modelo. Agroindustrias robotizadas, alimentadas por paneles solares de
silicio avanzado, producían 4.5 toneladas de cultivos por hectárea. Redes de
fibra óptica conectaban aldeas con la nube global, mientras purificadores de
agua por ósmosis inversa generaban 10 millones de litros diarios. Las escuelas,
con currículums de inteligencia artificial y ecología, graduaban a un 92% de
sus estudiantes en carreras técnicas. El aire registraba un índice de calidad
de 98/100. Era, en términos matemáticos, un sistema autosuficiente.
En 2048, el éxodo comenzó. Primero fueron los
ingenieros, luego los maestros, finalmente las familias. Los sensores de
tráfico en Bogotá registraron un descenso del 68% en dos años. Para 2049, la
ciudad era una anomalía estadística: 1.3 millones de habitantes en una urbe
diseñada para millones más. Los edificios, sin energía ni mantenimiento,
cedieron al segundo principio de la termodinámica: la entropía los reclamó. Ventanas
rotas, fachadas cubiertas de liquen, calles donde el silencio reemplazó al
claxon.
Conocí a Ana Ramírez, una hidróloga de 35 años, en
la Plaza de Bolívar, el 12 de marzo de 2050. Estaba sola, salvo por un dron
meteorológico que zumbaba sobre las ruinas góticas de la catedral.
"Teníamos las ecuaciones", me dijo, mirando un charco de lluvia
ácida. "Un metro eléctrico habría reducido el tráfico en un 73%, y la
restauración hídrica habría devuelto el 45% del flujo original. Pero preferimos
la inercia". Su hermano, un agrónomo, vivía en Tunja, diseñando
invernaderos solares. Ella no lo culpaba.
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